El azul no es color para exiliar tus sombras, aunque a veces me disfrace de frontera y permita que trafiques con caricias más allá de la belleza, donde amor y odio destilan bajo sabanas su agonía.
Aquí yace mi voz -la que no tengo- la que calla y otorga, suspira y deja que la vida se consuma en mi garganta salivando laberintos que humedecen el silencio.
y esas manos a otras manos que se anudan a otro cuerpo y ese cuerpo a otro cuerpo que no es el tuyo ni el mío pero que abraza con sus manos otro cuerpo otras manos el mismo hedor el mismo silencio.
No cesará el relámpago de óxido, el reloj seguirá desquebrajando sus arterias contra el tiempo, agotando las esferas que apenas iluminan ya en silencio, la última salida de emergencia que aun nos resta por cruzar.
A veces, cuando la garra planta tu alma en el desierto acechante: deshojas los bosques por aislarme entre tus huesos. Entonces -como una oruga- arrastro mis venas por la tumba de tu cuerpo esperando la muerte que me libere de yacer en ti.
Caer en lo más profundo del trueno olvidando la tormenta, la huella extinta que truncó el rumbo de tus pasos hacia el mar,
dejándote ir con el peso homicida del último tentáculo, donde el tiempo y la marea dan aplomo a las cadenas que sujetan bajo tierra tu cadáver de naufrago desmemoriado.
Encontrarte -eternamente- impronunciable entre palabras, sabiendo que incendiarás mi soledad con tu luz deshabitada, sin ser ya más mi voz quién te nombre, ni mi silencio el mismo silencio que descifraba tu olvido.
Aquí te nombro, amor -tragando dunas- y mi voz es un desierto que se duele, que dibuja tu sonrisa bajo el gris de la tormenta, en este oasis sin ventanas donde habita la distancia que me quiebra y que maldigo en la soledad del silencio.
Allí, donde se hacina la noche y de su azufre, se dibujan muecas en los surcos de una mano que se duele
desprendo la ridícula máscara que sobrevive a la voracidad de los ángeles, la burla fastuosa del destino en la palabra, el sombrío tacto de un invierno silencioso.