A veces, cuando la garra planta tu alma en el desierto acechante: deshojas los bosques por aislarme entre tus huesos. Entonces -como una oruga- arrastro mis venas por la tumba de tu cuerpo esperando la muerte que me libere de yacer en ti.
Caer en lo más profundo del trueno olvidando la tormenta, la huella extinta que truncó el rumbo de tus pasos hacia el mar,
dejándote ir con el peso homicida del último tentáculo, donde el tiempo y la marea dan aplomo a las cadenas que sujetan bajo tierra tu cadáver de naufrago desmemoriado.
Encontrarte -eternamente- impronunciable entre palabras, sabiendo que incendiarás mi soledad con tu luz deshabitada, sin ser ya más mi voz quién te nombre, ni mi silencio el mismo silencio que descifraba tu olvido.